
Haruki Murakami, «La biblioteca secreta». Madrid: libros del Zorro Viejo, 2014
La biblioteca secreta de Haruki Murakami es una obra magníficamente ilustrada por Kat Menschik, y una representación de los mundos más oníricos y subrealistas del autor japonés, que una vez más como ocurre con Kafka en la orilla y con El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, su leitmotiv es la biblioteca. En la obra un chico acude a la biblioteca púbica de su ciudad como hace frecuentemente, y al pedir un libro a la bibliotecaria como de costumbre le dice que baje al sótano y pregunte por la habitación 207, lo que ocurre allí, deja de pertenecer a este mundo, aparece un viejo bibliotecario, que más bien parece el guardián de las mazmorras, y le que lo introduce en el laberinto de la biblioteca, alli encuentra el hombre oveja, la chica muda, al perro de los ojos de diamante y otros personajes e historias que se alejan de la cotidaneidad de cualquiera de nuestros centros y se acercan a la laberíntica biblioteca propia de los universos borgianos.
EXTRACTOS
«La biblioteca estaba mucho más silenciosa que de costumbre. Yo llevaba, aquel día, unos zapatos de piel nuevos que, al pisar el linóleo de color gris, dejaban escapar unos crujidos duros y secos. No sé por qué, pero no parecía que aquellos pasos fuesen míos. Cuando te pones unos zapatos de piel nuevos, tardas un tiempo en familiarizarte con el sonido de tus propios pies. En el servicio de préstamo había una mujer desconocida que leía un grueso volumen. Era un libro apaisado, muy ancho. Daba la sensación de que estuviera leyendo la página derecha con el ojo derecho y la izquierda con el izquierdo.
—Disculpe —dije.
La mujer dejó el libro sobre la mesa con un pataplum y alzó el rostro hacia mí.
—Vengo a hacer una devolución —añadí, y deposité sobre el mostrador los libros que llevaba bajo el brazo. Uno era Cómo se construye un submarino; el otro, Memorias de un pastor.
La mujer levantó la tapa y comprobó la fecha de vencimiento.»

«En la habitación había un escritorio pequeño y viejo y, sentado detrás, un anciano de baja estatura. Tenía el rostro cubierto de pequeñas manchas negras, como si una multitud de moscas pulularan sobre su piel. El anciano era calvo y llevaba unas gafas de lentes gruesas. Su calvicie no era completa; aquí y allá conservaba algún mechón. Unas greñas canosas se le pegaban a los lados de la cabeza como después de un incendio forestal.»

«—Busco un libro —dije.
—Baje las escaleras, a la derecha —dijo sin levantar la cabeza—. Siga recto. Sala número 107.
Yo estaba estupefacto. ¿Cómo era posible que en los sótanos de la biblioteca municipal existiera un laberinto tan enorme? La biblioteca municipal siempre pasaba estrecheces debido a la falta de presupuesto: era inconcebible que pudiera construir siquiera un laberinto diminuto. Pensé en interrogar al anciano sobre aquel punto, pero tenía miedo de que me regañara, así que desistí.
Efectivamente, en el dorso de cada uno de los libros había pegada una etiqueta roja que prohibía el préstamo.»

«El laberinto al fin acabó y nos encontramos ante una gran puerta de hierro. De la puerta colgaba un rótulo donde ponía «Sala de Lectura». El lugar estaba tan silencioso como un cementerio a medianoche. El anciano sacó un manojo de llaves del bolsillo y, haciéndolas entrechocar, eligió una. Era una llave grande de modelo anticuado. La introdujo en la cerradura y, tras echarme una mirada rápida llena de sobrentendidos, la hizo girar hacia la derecha. Se oyó un sonido metálico. Al abrirse la puerta, un chirrido en extremo desagradable resonó por los alrededores. —Pero si está completamente a oscuras —protesté. Al otro lado de la puerta, las tinieblas eran tan negras como un agujero en el espacio.»

El peligro de los laberintos radica en que, hasta que no avanzas un buen trecho, no sabes si has elegido o no el camino correcto. Y cuando llegas al final y te das cuenta de que te has equivocado, ya suele ser demasiado tarde para retroceder. Ese es el problema de los laberintos.

«Me senté en la cama con la cabeza entre las manos. ¿Por qué tenía que sucederme aquello a mí? Lo único que había hecho yo era ir a la biblioteca a pedir unos libros prestados.
—No te desanimes tanto —me dijo el hombre-oveja en tono consolador—. Ahora te traeré la cena. Si tomas algo caliente, te animarás otra vez.
—Oye, señor hombre-oveja —dije—. ¿Y por qué va el abuelo a sorberme los sesos?
—Es que, por lo visto, los sesos repletos de conocimientos son deliciosos. Son más blanditos. Aunque también los hay grumosos.
—Por eso quiere sorbérmelos después de que haya estado un mes atiborrándolos de conocimientos, ¿verdad?
—Exacto.
—Eso es horrible —dije—. Bueno, para quien se va a quedar sin sesos, claro.
—¡Pero si eso lo hacen en todas las bibliotecas! En mayor o menor medida.
Oírle decir aquello me dejó atónito.
—¿Que lo hacen en todas las bibliotecas?
—Sí, porque si solo prestaran conocimientos, saldrían perdiendo, ¿no te parece?»

«Se oyó girar la llave en la cerradura y entró una chica empujando un carrito. Una chica tan hermosa que de solo mirarla, dolían los ojos. Debía de tener, más o menos, mi edad. Sus brazos, piernas y cuello eran tan delgados que parecía que la fuerza más insignificante pudiera quebrarlos. Su pelo, largo y liso, relucía como una joya. Tras mirarme unos instantes, empezó a colocar sobre la mesa, sin decir palabra, la comida que llevaba en el carrito. Era tan hermosa que ni siquiera logré abrir la boca.»

«Aquella era la habitación donde había visto al anciano por primera vez. La habitación número 107, en el sótano de la biblioteca. El anciano se encontraba detrás del escritorio, con los ojos clavados en mí.
Obedecí. Tomé al hombre-oveja de la mano, salí a toda prisa de la habitación. Ni siquiera volví la vista atrás.
En la biblioteca, aún de mañana temprano, no se veía un alma. Cruzamos el vestíbulo, abrimos una ventana de la sala de lectura desde el interior y salimos casi rodando. Corrimos hacia el parque hasta perder el aliento y, una vez allí, nos arrojamos los dos sobre el césped, boca arriba. Cerramos los ojos, jadeando. Permanecí bastante tiempo con los ojos cerrados.»

«A partir de aquel día no volví a poner los pies en la biblioteca municipal. Tal vez hubiera debido dirigirme a un cargo importante de la biblioteca, contarle mis experiencias y avisarle que, en sus profundidades, había una habitación parecida a una mazmorra. De lo contrario era posible que, algún día, otro niño corriera la misma suerte que yo. Pero solo con ver el edificio de la biblioteca bañado por el sol del crepúsculo, me quedaba paralizado.
A veces pienso en los zapatos de piel nuevos que dejé en el sótano de la biblioteca. Pienso en el hombre-oveja, pienso en la hermosa muchacha muda. ¿Hasta qué punto ocurrió realmente? A decir verdad, no tengo ninguna certeza. Lo único que sé es que mis zapatos de piel y mi estornino han desaparecido de veras.»