
La biblioteca era una sala oblonga, que tenía la misma anchura y longitud del puente, y una sola puerta, la de hierro. Una falsa puerta batiente, acolchada con paño verde, y que bastaba con empujar, escondía por la parte interior el pórtico que daba a la torre. De arriba hasta abajo, el muro de la biblioteca estaba, desde el suelo hasta el techo, revestido de armarios acristalados construidos con el buen gusto de los ebanistas del siglo XVII. Seis grandes ventanas, tres a cada lado y una encima de cada arco, daban luz a la estancia. Desde afuera y desde lo alto de la meseta estas ventanas dejaban ver el interior. En los entrepaños de las ventanas se erguían, sobre repisas de roble tallado, seis bustos de mármol representando a Hermalo de Bizancio, Ateneo, gramático de Náucratis, Suidas, Casaubon, Clodoveo, rey de Francia, y su canciller Anachalu, el cual, dicho sea de paso, no era más canciller que Clodoveo rey.
En esta biblioteca había varios libros de escasa importancia. Sólo uno sigue siendo famoso: era un viejo in –quarto con grabados, que tenía por título en gruesos caracteres: SAN BARTOLOMÉ, y por subtítulo, Evangelio según San Bartolomé, precedido de una disertación de Pantoenus, filósofo cristiano, sobre la cuestión de saber si este evangelio debe ser considerado apócrifo y si San Bartolomé es la misma persona que Nathanael. Este libro, considerado como ejemplar único, estaba sobre un pupitre en medio de la biblioteca. En el siglo pasado se iba a verlo por curiosidad.
(…)
Era hermoso aquel libro, y por eso Rene-Jean lo miraba, tal vez demasiado. Estaba abierto precisamente por la página en que había una gran estampa de San Bartolomé llevando su piel sobre el brazo. Esta estampa se podía ver desde el suelo. Cuando los tres hermanos hubieron comido todas las moras, René-Jean lo consideró como una mirada de amor terrible, y Georgette, cuyos ojos seguían la dirección de la mirada de su hermano, divisó la estampa y dijo:
– ¡Gimagen!
Esta palabra pareció determinar a René-Jean. Entonces, con un gran asombro por parte de Gros-Alain, realizó una cosa extraordinaria.
Había en un ángulo de la biblioteca una gran silla de roble. René-Jean se dirigió a ella, la cogió y la arrastró él solo hasta el pupitre. Luego, cuando la silla estuvo tocando el pupitre, se encaramó y puso los puños sobre el libro.
Alcanzada aquella altura, sintió la necesidad de ser magnífico. Tuvo la “gimagen” por la punta superior y la arrancó cuidadosamente, pero el desgarro le salió sesgado, aunque no por culpa suya. Dejó en el libro toda la parte izquierda, con un ojo y un poco de aureola del viejo evangelista apócrifo, y ofreció a Georgette la otra mitad del santo y toda su piel. Georgette recibió al santo y dijo:
– Omle.
– Y yo? –gritó Gros-Alain.
La primera página que se arranca de un libro es como la primera sangre que se vierte. Provoca la matanza.
Después de abatir el libro, René-Jean bajó de la silla.
(…)
Hubo un instante de silencio y terror; la victoria también comporta espantos. Los tres hermanos se cogieron de las manos y se retiraron a alguna distancia, considerando el enorme volumen desmantelado.
Fue un exterminio.
Despedazar la historia, la leyenda, la ciencia, los milagros verdaderos o falsos, el latín de la iglesia, las supersticiones, los fanatismos, los misterios, romper una religión entera de arriba abajo, es trabajo para tres gigantes, e incluso para tres niños; transcurrieron horas ocupados en esta labor, pero consiguieron acabarla; no quedó nada de San Bartolomé.
Cuando todo hubo terminado, cuando la última página fue arrancada, la última estampa estuvo en el suelo, cuando no quedó del libro más que fragmentos de textos y de imágenes dentro de un esqueleto de encuadernación, René-Jean se puso en pie, miró el suelo cubierto de los pedazos de todas aquellas páginas esparcidas, y batió palmas.
Gros-Alain aplaudió.
Tal fue la segunda ejecución que sufrió San Bartolomé después de haber sido martirizado por primera vez en el año 49 después de Jesucristo.
Víctor Hugo «Noventa y tres»