En un momento de tedio, en un día de desdicha, ¿qué hacemos sino refugiarnos en un libro? «No conozco», decía el señor de Montaigne, «ninguna desventura que no desaparezca cuando se tiene entre las manos, frente a los ojos, un buen libro».
Cuando estamos así, acompañados por un buen libro, nos parece que el tiempo no existe, que esa actividad, sentarse a leer, nos viene de siempre. Nos parece que es tan familiar y conocida como si hubiera nacido con el mundo o con el big-bang.
En cierto modo es verdad. El libro es inmortal. Cierto que a veces lo han llevado a la hoguera pero jamás nadie olvidará cuáles fueron los sacrificados, por qué y a causa de qué y de quiénes. A nosotras también nos llevaron a la hoguera allá hace cinco o seis siglos, pero Juana de Arco aparte, ¿quién se acuerda de los nombres de las que se asaron en la plaza pública?
El libro es inmortal. Empezó a nacer, en un parto difícil, lento, inesperado, hace como seis mil años entre el Eufrates y el Tigris que lo cobijaban como dos fértiles piernas acostumbradas a que de entre ellas nacieran los artificios de la humanidad: ziggurats, jardines colgantes, medicina, guerra, arte, ajedrez, palacios y así por el estilo.
Nació en la arcilla, la arcilla de donde surgen asimismo muchas otras cosas como cántaros, tejas, estatuillas danzantes y máscaras y ofrendas. Nació humilde, sin pretensiones, dejando constancia de las riquezas de alguien: carneros y bolsas de harina y quintales de grano y extensiones de tierra. Y cuando la arcilla se endurecia al sol o al horno, las listas eran, se creía, para siempre.
Cierto que los lectores eran pocos. De hecho, uno solo: el mismo escriba que lo había redactado y que era uno de los pocos entre el Eufrates y el Tigris, que sabían leer.
Un hombre poderoso, el escriba: esclavo pero poderoso porque sabía lo que decían esas marcas en la arcilla. Se acercaba con unción a eso que entonces era un libro y frente a él disponía de la memoria que hacía constar las riquezas de su señor. El señor era más burro que arado marca Triunfo y de leer, nada de nada. Sólo sabia enrularse los pelos y las barbas, agarrar una lanza y un escudo y posar confiando en que su imagen llegara a la posteridad y salir a guerrear. Bastante limitado su panorama de vida, confesemos.
Pero las cosas no quedaron ahí nomás, entre otras razones porque en este mundo nunca las cosas quedan ahí nomás, por suerte.»
A La Tarde, Cuando Llueve – Angélica Gorodischer