Cordón, José-Antonio; Alonso-Arévalo, Julio. “Mediación y legitimación cultural: la impronta de las redes sociales”. Anuario ThinkEPI, 2012, v. 6, pp. 264-268.
Las redes sociales se están erigiendo en un elemento nuclear en los sistemas de acreditación literaria y profesional configurando no sólo una nueva forma de gestación de opiniones, sino también una estructura informativa que organiza las reglas del medio. Su organización, sintaxis y normas internas condicionan la forma de participación, adquiriendo tal importancia que lo que no encaja en las mismas no existe como producto cultural.
Cada vez que nace un nuevo medio surge una discusión encendida acerca de su viabilidad, consecuencias sociales, económicas, culturales y cognitivas. Este axioma general en el ámbito de la comunicación se agudiza cuando afecta a iconos fundamentales de la cultura, como son los libros. Un ejemplo claro son las revistas científicas, cuyo paso de papel a digital no levantó otra polé- mica que la idoneidad del medio como sistema de acreditación. Polémica que fue zanjada definitivamente cuando la revista digital adoptó las convenciones de control propias del medio impreso, a la vez que demostró una mayor eficacia en la proyección y visibilidad de las contribuciones, beneficiándose de la retroalimentación que posteriormente introdujeron las redes sociales y los sistemas de gestión y acreditación social, como Mendeley, Citeulike, etc. (Alonso-Arévalo; Cordón-García, 2010).
El caso del libro entraña un componente adicional ajeno a las revistas científicas: su consumo afecta a un sector amplio de la sociedad y su dimensión icónica lo representa como un elemento estable e inmutable. El sistema productor de libros pertenece al núcleo duro y poco maleable de la fabricación de objetos de larga duración, con vocación de permanencia y con adherencias psicológicas y sentimentales fuertemente asentadas. La posibilidad de sustitución de un sistema por otro es percibida en muchos casos como una agresión a la estructura tradicional por parte de numerosos intelectuales y profesionales del sector, como editores y críticos literarios, que han jugado un papel de reguladores del tráfico cultural. La función editorial en el campo del libro no tiene transposición posible en el sector de las revistas, en el que la descentralización de las decisiones, vía revisión por pares, se ha asentado definitivamente como mecanismo de valoración consolidado. Las revistas han confiado sus decisiones a la evaluación externa por parte de especialistas del área. En el libro, el editor –o el director de la colección– ha tenido por tradición y experiencia la última palabra en la toma de decisiones de publicación, constituyendo la intuición y el olfato cualidades inherentes a su condición, tan importantes como el conocimiento del medio, y su especialización (Muchnick, Einaudi, Pradera, Borrás, Schiffrin, etc.).
El prestigio de una editorial recaía sobre el capital simbólico acumulado en un catálogo, que en cierto modo arbitraba el canon del medio en el que estaba inserta, ya fuera literaria o académica, hasta el punto de que en algunos casos se podía hablar de bibliotecas de editor, en el sentido de la impronta que este podía dejar en la conformación de las mismas.
La aparición de las redes sociales ha provocado un cambio significativo del sistema de referencia y de asignaciones culturales. Uno de los aspectos más interesantes y relevantes de la nueva situación, que explica a su vez las reacciones de desconfianza, es la pérdida de peso específico del intermediario intelectual en los procesos de transmisión de la cultura. En la cadena de producción de mensajes, el intelectual, el crítico, revestía una importancia singular frente a los extremos de la misma, el autor y el lector. Mientras que la producción de la cultura se ha caracterizado por la dispersión, la multiplicidad y la diversidad, la figura del mediador se había hecho imprescindible en la construcción de un discurso lógico que sirviera de hilo conductor para la misma, un discurso que afectaba tanto a la producción como al consumo, que servía de articulación para una asimilación equilibrada y homogénea del saber cifrado en cientos de miles de productos. Era una tarea que asumía su condición autónoma, individualizada y ajena a cualquier comportamiento gremial o colectivo. El intelectual, el crítico, dictaba su norma que era sometida a una audiencia previamente convencida de la veracidad de los hechos y las argumentaciones. La dispersión de los consumidores, la multiplicidad de los discursos, en cierto modo justificaba esa función aglutinante, necesaria en un contexto eminentemente físico. El cambio operado en este contexto se percibe generalizadamente, incluso en los lugares más exóticos o insólitos:
“El problema no está en la cantidad de información, sino en su calidad. La opinión, que no el conocimiento, se ha «democratizado». Cualquiera puede manifestarse, cualquiera puede copiar a cualquiera y manifestarse a su vez. Internet, una verdadera revolución social llena de logros y altruismos, es también una biblioteca infinita sin bibliotecario en la que las verdades y las mentiras se difunden sin más canon que el número de visitas, sin más éxito que el número de veces que algo se repite, haciendo que el valor de la información resida en su volumen y no en su contenido” (Valérie Tasso, 2008).
La aparición de sistemas de participación colectiva como Facebook, Twitter, etc., han modificado radicalmente los sistemas de referencia y valoración desplazando a un lugar marginal la participación del mediador, recluido en medios cada vez más restrictivos y especializados. El social bookmarking, los gestores sociales, el etiquetado social, han introducido una inercia descentralizada en los circuitos valorativos y críticos. La potencia adquirida por los nuevos medios hace que el acceso al público está regulado por las reglas del propio medio. Es el caso de Twitter y Facebook, cuya organización, sintaxis y reglas internas acaban condicionando la forma de participación, adquiriendo tal importancia que lo que no encaja en las mismas no existe como producto cultural. Esto ha dado lugar a la aparición de nuevas figuras y funciones. Por ejemplo, la del community manager, una suerte de gestor de los procesos de comunicación en cualquier empresa o institución que pretenda tener presencia en las redes sociales. O también la de auténticos expertos en un medio y sus convenciones, que actúan como árbitros y reguladores de un tráfico cada vez más intenso, acaparando –por la vía del consenso– las funciones valorativas y de acreditación que antaño estaban reservadas a elementos aislados o con grandes dosis de autonomía dentro del sistema.
El medio establece su propio mensaje y se alimenta de sí mismo. Como sostenía MacLuhan, las sociedades siempre han sido moldeadas más por la índole de los medios con que se comunican los hombres que por el contenido mismo de la comunicación. Ha surgido el orientador mediático como pensador del momento, del instante, el pensamiento por necesidad débil, poco consistente, nada totalizador, en ocasiones contradictorio, que alimenta un circuito de comunicación cifrado en cientos de miles de seguidores y decenas de millones de mensajes por día, cada vez más potente.
Las normas de los sistemas de valoración cambian al hilo de todos estos fenómenos. Los escritores pueden prescindir de la sanción crítica o de la investidura canónica, del filtro editorial convencional para llegar a los lectores. Para muestra, John Locke, un empresario norteamericano de 60 años. Empezó a escribir hace tres años . Hace meses nadie lo conocía pero de enero a abril de 2011 ha tenido 875.000 descargas digitales en Kindle de sus 6 obras. Se ha convertido en el primer autor autoeditado que consigue llegar al número uno en la tienda de libros digitales de Amazon y está a punto de convertirse en el cuarto autor que llega al millón de copias en Kindle, tras Stieg Larsson, James Patterson y Nora Roberts. El éxito de Locke se basa en la promoción a través de las redes sociales y una muy agresiva política de precios (vende sus libros a 99 centavos de dólar), que se puede permitir porque todos los ingresos.
Las recomendaciones en las redes sociales han desempeñado un papel fundamental en este caso y en muchos otros en los que los medios de comunicación tradicionales, el crítico convencional o los canales literarios apenas han tenido incidencia alguna. Surge la figura del influencer, esto es, la persona capaz de trasladar opiniones a miles de seguidores con gran capacidad de persuasión, gracias al crédito, a la reputación digital obtenida con sus intervenciones en Twitter, Facebook, Linkedin o cualquier otra red. Es el caso de José-Afonso Furtado, ensayista, escritor e investigador de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la edición, autor de numerosas obras y artículos sobre el cambio de paradigma de lo impreso a lo digital, elegido por la revista Time como uno de los twitteros más influyentes del mundo (el Borges del Twitter), situándolo en el número 33 de su selecto ranking, además de ser el único bibliotecario incluido en el mismo.
En estos momentos nos encontramos ante dos modelos distintos y, en cierto modo, antagónicos. El tradicional, en el que la producción intelectual es valorada por los pares y son ellos los que otorgan el capital simbólico a las obras, sistema vigente en el ámbito científico, donde se valora la aportación al conocimiento, la originalidad y creatividad. Y un sistema de valoración social en el que son las redes las que aportan la reputación y capacidad de penetración de un autor o una obra en su seno. El problema no radica en la coexistencia de estos dos modelos, que operan en esferas distintas (aunque cada vez más compenetradas, como puede apreciarse por la creciente presencia de aplicaciones sociales en los medios eminentemente científicos), sino en la carencia de los mismos en determinados medios intelectuales renuentes a otra validación que la estrictamente canónica, hurtando la discusión a los foros, al debate, la crítica y las discusiones.