
—¿Por qué empezaste a trabajar en una biblioteca? —quise saber.
—Porque me gustan las bibliotecas. Son tranquilas, están llenas de libros, rebosan conocimientos. No me apetecía trabajar ni en un banco ni en una empresa comercial, y tampoco quería ser profesora.
La biblioteca se encontraba en una de esas calles desiertas. Para tratarse de una biblioteca, era un edificio de piedra normal y corriente, sin nada que lo diferenciase del resto. Ningún distintivo o rasgo externo indicaba que lo fuese. Con sus viejos y descoloridos muros de piedra de lúgubres tonalidades, sus ventanas con barrotes y estrechos sobradillos y su puerta maciza, habría podido confundirse con un granero. Si el guardián no me hubiera anotado detalladamente el camino en un papel, tal vez jamás la hubiese hallado ni reconocido.
—En cuanto te hayas instalado, irás a la biblioteca —me había dicho el guardián el día de mi llegada a la ciudad—. Hay allí una chica, ella sola se encarga de vigilarla. Y esa chica me ha dicho que la ciudad desea que leas los viejos sueños.
El guardián, que, con un cuchillo pequeño, tallaba una cuña redonda de un pedazo de madera, se detuvo, recogió las virutas desparramadas sobre la mesa y las echó a la basura.
—¿«Viejos sueños»? —solté sin pensar—, ¿Y eso qué es?
—Los viejos sueños son… viejos sueños. En la biblioteca los hay a montones. Tú coge tantos como quieras y léelos con calma.
HARUKI MURAKAMI
El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas