“Su mirada registraba todos los detalles, los muebles del siglo pasado, el piano de cola, el viejo reloj de péndulo, los cuadros, las estanterías llenas de libros, la vajilla y los cubiertos en la mesa. La dejé sola un momento para acabar de preparar el postre, y al volver no la encontré sentada a la mesa. Había ido recorriendo habitación tras habitación, y ahora estaba en el despacho de mi padre. Me apoyé silenciosamente contra el marco de la puerta y me quedé mirándola. Ella paseaba la mirada por las estanterías de libros que colmaban las paredes; era como si estuviese leyendo un texto. Luego se dirigió a una estantería, pasó lentamente el dedo índice de la mano derecha, a la altura de su pecho, por los lomos de los libros, pasó a la estantería siguiente, pasó el dedo otra vez, lomo tras lomo, y así recorrió toda la habitación. Al llegar a la ventana se detuvo y se quedó contemplando la oscuridad, el reflejo de las estanterías y su propia imagen reflejada en el cristal. Es una de las imágenes que me han quedado de Hanna. Las tengo guardadas, puedo proyectarlas en una pantalla y contemplarlas, siempre invariables, sin señal de desgaste. A veces paso mucho tiempo sin traerlas a la mente. Pero siempre vuelven en algún momento, y entonces hay veces en que me veo forzado a proyectarlas y mirarlas repetidamente, una tras otra. Una es la de Hanna poniéndose las medias en la cocina….
No olvidé a Hanna, desde luego, pero en algún momento su recuerdo dejó de acompañarme a todas partes. Quedó atrás, como queda atrás una ciudad cuando el tren sigue su marcha. Está allí, en algún lugar de nuestra espalda, y si hace falta puede uno coger otro tren e ir a asegurarse de que la ciudad todavía sigue allí. Pero ¿para qué hacer tal cosa?”
Bernhard Schlink: “El lector”