
Halfon, Eduardo. Biblioteca bizarra. Editado por Andrea Naranjo. Ecuador: USFO especificada], 2021. ISBN 978-9978-68-193-0
Prefiero los libros de viejo. Me gustan precisamente por el aire de imperfección y misterio que los envuelve: las páginas manchadas o dobladas por los dedos de otro; las frases subrayadas o párrafos marcados en amarillo que le dijeron algo a alguien más; las curiosas anotaciones y reflexiones en los márgenes; la eventual dedicatoria en la primera página —a veces enigmática, a veces absurda, a veces del mismo autor—. Decía Virginia Woolf que los libros de viejo son libros salvajes, libros sin casa, y tienen un encanto del que carecen los volúmenes domesticados de una biblioteca.
César Sánchez, amigo, editor y también coleccionista de libros usados, se vanagloria de un ejemplar que compró en una librería de viejo a finales de los años noventa: Cielos e inviernos, del poeta español Ramón Irigoyen. Un libro publicado por Hiperión, cuando —se jacta mi amigo— Hiperión aún publicaba en offset mate sin plastificar. En la primera página, Irigoyen escribió: «A Manuel Vicent, por tantas horas de lectura dichosa». La dedicatoria al famoso escritor Manuel Vicent le había pasado inadvertida al vendedor de Madrid —me explica César, con expresión de cazador en el rostro y su hermosa presa en las manos— porque el libro estaba intonso.
A otro amigo, Raúl Eguizábal, le gusta buscar libros de viejo los domingos por la mañana en el Rastro de Madrid. Allí, un domingo, descubrió una edición antigua de la novela Un adolescente, de Dostoievski. Me contó que no se decidía a comprarla porque el vendedor solo tenía el primero de dos tomos, pero que la decisión se le hizo muy fácil al descubrir que, en la portada interior, estaba la firma del gran poeta español Vicente Aleixandre y, debajo, en su misma letra, el año 1928.
—No sé si tendrá algo que ver —me dijo en su casa de Madrid—, pero ese libro de Dostoievski me recordó a un poema de Aleixandre titulado “Adolescencia”, el único que se sabía de memoria de todos los que escribió.
Luego, aún de pie mientras liaba hebras de tabaco, me contó que aquel domingo, unas horas más tarde, en la Cuesta de Moyano, encontró y compró el segundo tomo de la novela.
(En la biblioteca de Eguizábal, en medio y enfrente de tantos libros, abundan antiguos afiches y carteles publicitarios, la mayoría también encontrados los domingos por la mañana en el Rastro. De toda su colección, mi favorito es un calendario del jabón facial marca John H. Woodbury —«pronúnciese udbery», recomienda abajo, en mayúsculas—, pero es mi favorito no por el calendario en sí, sino por el texto escrito a mano, en letra perfectamente legible, en la parte trasera. Dice así: «Ángel apostó 50 pesetas a que tarda la guerra en terminar por lo menos seis meses; o sea, hasta fin de abril no se termina. Yo aposté 5 pesetas a que se termina antes de los seis meses. Hoy 1 de noviembre de 1937». Eguizábal, al mostrármelo, acotó: «Los dos perdieron; todos perdimos»).
Cuando visité la casa de un reconocido editor en Valencia, me enseñó un antiguo libro de poemas de Rainer Maria Rilke titulado Duineser Elegien —en alemán—, Elegías de Duino en español. Una primera edición, creo recordar. Cuando el editor lo compró, por un precio bastante módico, en una librería de viejo de Berlín, el libro no tenía dedicatoria alguna. Pero, con el paso del tiempo, en la primera página de aquel ejemplar fue surgiendo —«aflorando», me dijo— el autógrafo, oscuro pero legible, del mismo Rilke. Como por arte de magia. O como firmado un siglo tarde por el fantasma de Rilke. O como si lo hubiese rubricado con una tinta invisible, activada por el paso del tiempo, por el roce de los dedos de un editor o, acaso, por la húmeda y cítrica brisa valenciana.
Mantengo cerca —a veces sobre mi mesa de trabajo, a veces sobre mi mesa de noche— un gastado libro color púrpura que me obsequió un librero de viejo que, a ratos, también es rabino: Encuentro en Praga, de Juan Gómez Saavedra, II Premio Alfambra.
No tengo idea de quién es Juan Gómez Saavedra, y jamás he leído su cuento “Encuentro en Praga”. Pero en la parte inferior de la cubierta, justo debajo de una fotografía redonda y borrosa del rostro de Kafka, se lee en pequeñas letras negras: «Con cuentos de Antonio Di Benedetto, Ricardo Orozco, Roberto Bolaño, Carlos Pérez Merinero y Margarita Martínez Blanco».
Al final del libro, en la última página, ya amarillenta por el paso de los años, el índice explica que, en aquel certamen literario de 1983, Antonio Di Benedetto ganó el primer accésit con su cuento “Intensa mirada filial”, y Roberto Bolaño, el tercer accésit con “El contorno del ojo”. Ese certamen provinciano fue el detonante o punto de partida para el cuento magistral “Sensini” de Bolaño, en el cual un joven escritor exiliado en las afueras de Girona, llamado Arturo Belano (Bolaño), establece contacto epistolar con el gran escritor argentino Luis Antonio Sensini (Di Benedetto) tras recibir por correo postal aquel libro color púrpura —este libro color púrpura— y descubrir que, entre los demás finalistas, también estaba el cuento de uno de los más grandes escritores latinoamericanos.
Años después, desde su casa en Blanes, Bolaño dijo del cuento:
«Como muchos otros latinoamericanos, participábamos para ganar dinero y supongo que aceptábamos estoicamente las reglas. Para mí fue una época casi feliz. Lo monstruoso era que Di Benedetto ya era, digamos, un clásico de nuestras letras (Zama es una de las novelas más notables que he leído), y ahí estaba, batiéndose el cobre como los más jóvenes. Que participara en aquellos concursos de provincia era como una bomba de relojería. Se puede argüir que todo, en la realidad, es como una bomba de relojería. Pero esas bombas no suelen explotar. Y las vidas de los escritores, en cambio, sí que explotan».
A veces, cuando mis palabras se estancan, cuando pierdo la fe en la ficción —lo cual ocurre a menudo—, alcanzo el viejo y gastado libro color púrpura y lo sostengo entre las manos durante un rato… y todo vuelve a tener sentido.
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