Un grito de amor desde el centro del mundo

9788420472652

Kyoichi Katayama. «Un grito de amor desde el centro del mundo». Madrid: ALFAGUARA, 2004

La historia se desarrolla como un flashback a través de los ojos de Saku mientras él y los padres de Aki viajan a Australia para esparcir las cenizas de Aki en el lugar que ella siempre quiso visitar.En una pequeña ciudad del sur de Japón, Sakutaro «Saku» Matsumoto y Aki Hirose, compañeros de clase desde la secundaria, se convierten en estudiantes de secundaria. Durante este tiempo comienzan a salir y tienen conversaciones acerca de la idea de lo que es realmente el amor, comienzan después de que el abuelo de Saku les cuenta su propia historia de amor. Después de un viaje a los dos llevan a una isla abandonada, Aki descubre que tiene leucemia, lo que limita sus posibilidades de salir a la calle o ver Saku. Una vez Saku se entera de la verdad, él compra los billetes de avión para llevar a Aki a Uluru (Ayers Rock), Australia; un lugar que ella siempre había querido visitar, después de perderse el viaje escolar cuando iban a ir ahí.

EXTRACTOS

Mi casa estaba dentro del recinto de una biblioteca municipal. El pabellón, de dos plantas, de estilo occidental, anexo al edificio principal, databa de la época Rokumeikan, o de Taishô, o por ahí. El hecho, y no es broma, es que lo habían catalogado como edificio de interés histórico y que sus moradores no podían hacer obras a su antojo. Que tu casa forme parte del patrimonio cultural de una ciudad puede parecer fabuloso, pero lo cierto es que, para quien la habita, no lo es tanto. De hecho, mi abuelo acabó diciendo que aquél no era sitio apropiado para un viejo y se mudó, él solo, a un apartamento reformado. Y una casa incómoda para un anciano lo es para cualquiera, independientemente de su sexo y edad. Con todo, mi padre sentía una inexplicable pasión por el edificio, pasión que, a mi parecer, había acabado transmitiendo en gran medida a mi madre. Un gran fastidio para un niño, la verdad.

Desconozco en qué circunstancias mi familia había empezado a vivir allí. Dejando aparte la excentricidad de mi padre, seguro que algo tuvo que ver el hecho de que mi madre trabajara en la biblioteca. O tal vez se debió a los buenos oficios de mi abuelo, que en el pasado había sido diputado. En todo caso, a mí jamás me interesaron los pormenores de nuestros aciagos orígenes en aquel lugar, así que nunca me tomé la molestia de preguntárselo a nadie. En el punto más cercano, mi casa distaba de la biblioteca unos escasos tres metros. Por lo tanto, desde la ventana de mi habitación, en el primer piso, podía leer el libro que estaba leyendo la persona sentada junto a la ventana. Bueno, esto es una exageración.

Con todo, yo era un buen hijo y, en la época de mi ingreso en secundaria, solía ayudar a mi madre en las horas que me dejaba libre mi actividad escolar del club. Los sábados por la tarde, domingos y demás festivos, días de gran afluencia de lectores, yo me sentaba en recepción e introducía en el ordenador el código de barras de los libros, o cargaba en el carrito las devoluciones y las colocaba de nuevo en las estanterías con la diligencia propia del Giovanni de Tren nocturno de la Vía Láctea. Claro que, como la nuestra no era una familia necesitada, sin padre, a cambio de mi trabajo yo recibía una paga. Y casi todo el dinero que me daban me lo gastaba en cedés.

«En tercero volvimos a ir a clases distintas. Sin embargo, como ambos seguimos siendo delegados, tuvimos la oportunidad de vernos una vez por semana, en las reuniones de representantes de los alumnos que hacíamos después de las clases. Además, desde finales del primer trimestre, Aki empezó a venir a estudiar a la biblioteca. Durante las vacaciones de verano, acudió casi todos los días. También yo, una vez finalizaron los torneos municipales y, con ellos, los entrenamientos de kendo, empecé a ir a la biblioteca a ganarme la paga. Además, por las mañanas me acostumbré a preparar el examen de ingreso en bachillerato en la sala de lectura, que disponía de aire acondicionado. Por lo tanto, las ocasiones de estar juntos aumentaron y Aki y yo estudiábamos juntos, o bien, en los descansos, charlábamos mientras saboreábamos un helado.»

«Con el ordenador de la biblioteca, busqué libros que hablaran sobre la leucemia y me leí, de cabo a rabo, todo lo que ponían. Leyeras el libro que leyeses, su información coincidía con lo experimentado por Aki aquel último mes, tanto respecto al curso de la enfermedad como al tratamiento. Por lo visto, los efectos secundarios que habían ido apareciendo, uno tras otro, se debían a la medicación contra la leucemia. Al atacar las células malignas, destruía también los glóbulos blancos buenos, por lo cual el enfermo era muy vulnerable al contagio de microbios y hongos. No me fue difícil imaginar por qué me habían enseñado la técnica de la bata. En uno de los libros ponía que actualmente, en el setenta por ciento de casos de leucemia, se producía un restablecimiento temporal y que, entre éstos, había casos en los que se lograba la curación total. ¿Quería eso decir que, aún hoy en día, era raro que alguien se curara por completo?»

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